sábado, 25 de diciembre de 2010

SEGUNDA LECTURA DEL OFICIO DE LECTURA DE ESTA MAÑANA

Hoy, queridos hermanos, ha nacido nuestro Salvador; alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida.
Nadie tiene por qué sentirse alejado de la participación de semejante gozo, a todos es común la razón para el júbilo: porque nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, como no ha encontrado a nadie libre de culpa, ha venido para liberarnos a todos. Alégrese el santo, puesto que se acerca a la victoria; regocíjese el pecador, puesto que se le invita al perdón; animese el gentil, ya que se le llama a la vida.
Pues el Hijo de Dios, al cumplirse la plenitud de los tiempos, establecidos por los inescrutables y supremos designios divinos, asumió la naturaleza del género humano para reconciliarla con su Creador, de modo que el demonio, autor de la muerte, se viera vencido por la misma naturaleza gracias a la cual habia vencido.
Por eso, al nacer el Señor, los ángeles cantan llenos de gozo: Gloria a Dios en el cielo, y proclaman: y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Ellos ven, en efecto, que la Jerusalén celestial se va edificando por medio de todas las naciones del orbe. ¿Cómo, pues, no habría de alegrarse la pequeñez humana ante esta obra inenarrable de la misericordia divina, cuando incluso los coros sublimes de los ángeles encontraban en ella un gozo tan intenso?
Demos, por tanto, queridos hermanos, gracias a Dios Padre por medio de su Hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó; estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo, para que gracias a él fuésemos una nueva creatura, una nueva creación.
Despojémonos, por tanto, del hombre viejo con todas sus obras y, ya que hemos recibido la participación de la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne.
Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios.
Gracias al sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo; no se te ocurra ahuyentar con tus malas aciones a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la sangre de Cristo.

de los sermones de San León Magno, papa.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Del libro de la Imitación de Cristo, sobre la humildad y la paz

No te importe mucho quién está por ti o contra ti, sino busca y procura que esté Dios contigo en todo lo que haces.
Ten buena conciencia y Dios te defenderá.
Al que Dios quiere ayudar no le podrá dañar la malicia de alguno.
Si sabes callar y sufrir, sin duda verás el favor de Dios.
Él sabe el tiempo y el modo de librarte, y por eso te debes ofrecer a él.
A Dios pertenece ayudar y librar de toda confusión.
Algunas veces conviene mucho, para guardar mayor humildad, que otros sepan nuestros defectos y los reprendan.
Cuando un hombre se humilla por sus defectos, entonces fácilmente aplaca a los otros y sin dificultad satisface a los que lo odian. Dios defiende y libra al humilde; al humilde ama y consuela; al hombre humilde se inclina; al humilde concede gracia, y después de su abatimiento lo levanta a gran honra.
Al humilde descubre sus secretos y lo atrae dulcemente a sí y lo convida.
El humilde, recibida la afrenta, está en paz, porque está en Dios y no en el mundo.
No pienses haber aprovechado algo, si no te estimas por el más inferior a todos.
Ponte primero a ti en paz, y después podrás apaciguar a los otros.
El hombre pacífico aprovecha más que el muy letrado.
El hombre apasionado aun el bien convierte en mal, y de ligero cree lo malo.
El hombre bueno y pacífico todas las cosas echa a buena parte.
El que está en buena paz de ninguno sospecha.
El descontento y alterado, con diversas sospechas se atormenta; ni él sosiega ni deja descansar a los otros.
Dice muchas veces lo que no debiera, y deja de hacer lo que más le convendría.
Piensa lo que otros deben hacer, y deja él sus obligaciones.
Ten, pues, primero celo contigo, y después podrás tener buen celo con el prójimo. Tú sabes excusar y disimular muy bien tus faltas y no quieres oír las disculpas ajenas.
Más justo sería que te acusases a ti, y excusases a tu hermano.
Sufre a los otros si quieres que te sufran.

jueves, 9 de diciembre de 2010

TUVISTE SOBRE MI DESIGNIOS DE PAZ Y NO DE AFLICCIÓN

Que mi alma te bendiga, Dios y Señor, mi creador, que mi alma te bendiga y, de lo más intimo de mi ser, te alabe por tus misericordias, con las que inmerecidamente me ha colmado tu bondad.
Te doy gracias, con todo mi corazón, por tu inmensa misericordia y alabo, al mismo tiempo, tu paciente bondad, la cual puse a prueba durante los años de mi infancia y niñez, de mi adolescencia y juventud, hasta la edad de casi veintiseis años, ya que pasé todo este tiempo ofuscada y demente, pensando, hablando y obrando, siempre que podía, según me venía en gana - ahora me doy cuenta de ello -, sin ningún remordimiento de conciencia, sin tenerte en cuenta a ti, dejándome llevar tan sólo por mi natural detestación del mal y atracción hacia el bien, o por las advertencias de los que me rodeaban, como si fuera una pagana entre paganos, como si nunca hubiera comprendido que tú, Dios mío, premias el bien y castigas el mal; y ello a pesar de que desde mi infancia, concretamente desde la edad de cinco años, me elegiste para entrar a formar parte de tus íntimos en la vida religiosa.
Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la cruz, dando un fuerte grito. También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad vencedora.
LLena de gratitud, me sumerjo en el abismo profundísimo de mi pequeñez y alabo y adoro, junto con tu misericordia, que está por encima de todo, aquella dulcísima benignidad con la que tú, Padre de misericordia, tuviste sobre mí, que vivía tan descarriada, designios de paz y no de aflicción, es decir, la manera como me levantaste con la multitud y magnitud de tus beneficios. Y no te contentaste con esto, sino que me hiciste el don inestimable de tu amistad y familiaridad, abriéndome el arca nobilísima de la divinidad, a saber, tu corazón divino, en el que hallo todas mis delicias.
Más aún, atrajiste mi alma con tales promesas, referentes a los beneficios que quieres hacerme en la muerte y después de la muerte, que, aunque fuese éste el único don recibido de ti, sería suficiente para que mi corazón te anhelara constantemente con una viva esperanza.

Santa Gertrudis

miércoles, 8 de diciembre de 2010

LA ESPERANZA NOS SOSTIENE

Es saludable aviso del Señor, nuestro maestro, que el que persevere hasta el final se salvará. Y también este otro: si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos mios: conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.
Hemos de tener paciencia, y perseverar, hermanos queridos, para que, después de haber sido admitidos a la esperanza de la verdad y de la libertad, podamos alcanzar la verdad y la libertad mismas. Porque el que seamos cristianos es por la fe y la esperanza; pero es necesaria la paciencia, para que esta fe y esta esperanza lleguen a dar su fruto.
Pues no vamos en pos de una gloria presente; buscamos la futura, conforme a la advertencia del apóstol Pablo cuando dice: En esperanza fuimos salvados. Y una esperanza que se ve ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá esperando uno aquello que se ve? Cuando esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia. Así pues, la esperanza y la paciencia nos son necesarias para completar en nosotros lo que hemos empezado a ser, y para conseguir, por concesión de Dios, lo que creemos y esperamos.
En otra ocasión, el mismo Apóstol recomienda a los justos que obran el bien y guardan sus tesoros en el cielo, para obtener el ciento por uno, que tengan paciencia, diciendo: Mientras tenemos ocasión, trabajemos por el bien de todos, especialmente por el de la familia de la fe. No nos cansemos de hacer el bien, que, si no desmayamos, a su tiempo cosecharemos.
Estas palabras exhortan a que nadie, por impaciencia,decaiga en el bien obrar o, solicitado y vencido por la tentación renuncie en medio de su brillante carrera, echando así a perder el fruto de lo ganado, por dejar sin terminar lo que empezó.
En fin, cuando el Apóstol habla de la caridad, une inseparablemente con ella la constancia y la paciencia: La caridad es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educada ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. Indica, pues, que la caridad puede permanecer, porque es capaz de sufrirlo todo.
Y en otro pasaje escribe: Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz. Con esto enseñas que no puede conservarse ni la unidad ni la paz si no se ayudan mutuamente los hermanos y no mantienen el vínculo de la unidad, con auxilio de la paciencia.

San Cipriano, obispo.

EL DESEO DE CONTEMPLAR A DIOS

Ea, hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes; aparta de ti tus inquietudes trabajosas. Dedicate algún rato a Dios y descansa siquiera un momento en su presencia. Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de él. Di, pues, alma mía, di a Dios: "Busco tu rostro, Señor, anhelo ver tu rostro."
Y ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte.
Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré, estando ausente? Si estás por doquier, ¿cómo no descubro tu presencia? Cierto es que habitas en una claridad inaccesible. Pero ¿dónde se halla esa inaccesible claridad?, ¿cómo me acercaré a ella? Y luego, ¿con qué señales, bajo qué rasgo te buscaré? Nunca jamás te vi, Señor, Dios mio; no conozco tu rostro.
¿Qué hará, altísimo Señor, éste tu desterrado tan lejos de ti? ¿Qué hará tu servidor, ansioso de tu amor, y tan lejos de tu rostro? Anhela verte, y tu rostro está muy lejos de él. Desea acercarse a ti, y tu morada es inaccesible. Arde en el deseo de encontrarte, e ignora dónde vives. No suspira más que por ti, y jamás ha visto tu rostro.
Señor, tú eres mi Dios, mi dueño, y con todo, nunca te vi. Tú me has creado, y renovado, me has concedido todos los bienes que poseo, y aún no te conozco. Me creaste, en fin, para verte, y todavía nada he hecho de aquello para lo que fui creado.
Entonces, Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo te olvidarás de nosotros, apartando de nosotros tu rostro?¿Cuándo, por fin, nos mirarás y escucharás? ¿Cuándo llenarás de luz nuestros ojos y nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo volverás a nosotros?
Miranos, Señor; escúchanos, iluminanos, muéstrate a nosotros. Manifiéstanos de nuevo tu presencia para que todo nos vaya bien; sin eso todo será malo. Ten piedad de nuestros trabajos y esfuerzos para llegar a ti, porque sin ti nada podemos.
Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca; porque no puedo ir en tu busca a menos que tú me enseñes, y no puedo encontrarte si tú no te manifiestas. Deseando te buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y hallándote te amaré.

San Anselmo, obispo.